Ella le enseña a escuchar y sentir el mundo que les rodea. Él le descubre cómo imaginar lo que jamás podrá ver… Keir es para Marianne solo una voz: una voz masculina, profunda, que le recuerda el buen chocolate negro, ese tan sabroso, casi afrutado, pero con un toque amargo. Luego es una sensación: la de un rostro entre sus manos. Y conversaciones, conversaciones que la sorprenden, la devuelven a la vida y le hacen recuperar la esperanza, el miedo, el anhelo, el deseo. Ese hombre independiente, seguro de sí mismo, ha quedado subyugado por el rico mundo interior de Marianne, su original manera de percibir la realidad, y quiere llevarla a su refugio en una isla escocesa para mostrarle, por fin, cómo son las estrellas.
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"Las palabras vuelan, lo escrito permanece"