NEFILIM (PRIMER CAPITULO)


NEFILIM


Traducción de María Alonso


Leah Cohn


NEFILIM


Barcelona • Bogotá • Buenos Aires • Caracas •Madrid •México D.F. •Montevideo •Quito • Santiago de Chile


Cuando los ángeles, los Hijos del Cielo, vieron a las hijas de los hombres tan guapas y dulces, tuvieron tanto deseo de ellas, que dijeron: «Busquemos mujeres entre las hijas de los hombres y tengamos descendencia con ellas.»Cada uno buscó entonces una mujer y la dejó embarazada, y dieron a luz gigantes que devoraron el fruto del trabajo de los hombres y luego se volvieron contra éstos para matarlos y devorarlos. Los hombres Entonces se quejaron de lo que los Impíos habían hecho con la tierra. Los arcángeles Gabriel, Uriel, Rafael y Miguel miraron desde el cielo y vieron toda la sangre que se derramaba sobre la tierra y llevaron el asunto ante el Eterno.
Entonces el Señor dijo: «Id contra los Bastardos, los Rechazados.
Eliminad a estos hijos de los ángeles caídos y dejad que se enfrenten entre ellos para que se eliminen en la lucha. Los padres de esos hijos esperaban que tuvieran una vida eterna, pero este deseo no les será concedido.»

Libro de Enoc


Evangelios Apócrifos

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Prólogo


La vio y enseguida supo quién era. Un mediodía bochornoso dio paso a una tarde templada;  las campanadas de las numerosas iglesias de la ciudad anunciaban el fin de la jornada laboral: las de la catedral, atronadoras y fuertes, las de la iglesia franciscana, más claras y suaves. Junto a él discurrían por el muelle las habituales cuadrillas de obreros, y entre ellos un coche de caballos chirriante cargado de turistas japoneses que recorrían el casco antiguo.
Todos aquellos ruidos se extinguieron en cuanto la vio. Y las masas humanas que en aquel momento desfilaban sin descanso parecían haberse vuelto invisibles. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Cuando apenas se había alejado cinco pasos, se levantó de uno de los bancos del Salzach y fue tras ella. Tenía la mirada clavada en su espalda, como si una soga invisible lo impulsara a seguirla.  Daba igual adónde fuera, hacia dónde se dirigiera, qué planeara, cómo viviera: a partir de aquel momento la seguiría y jamás la dejaría escapar.
Le bastó una fracción de segundo para entrever los rincones más ocultos de su alma.
Era una de las elegidas. Y él la había encontrado, ya fuera por casualidad o gracias a un plan urdido por un remoto poder del destino. Se sentía electrizado, avanzaba a pasos cada vez más grandes y se le aceleraba la respiración, aunque, cuando se recuperó un poco del impacto de aquella repentina revelación, logró dominar la emoción. No debía llamar la atención, no podía presentarse sin más. Todavía no. Era una de las ventajas de vivir una vida tan larga, tan angustiosamente larga, de hecho, que después de tanto tiempo no sólo podía confiar en la infalibilidad de su instinto, sino que, además, la magia del amor ya no le cegaría ni le anularía la fuerza de voluntad como antes. Controlaba sus sentimientos, aunque fueran intensos, los más intensos, fascinantes, vivos, ansiosos.
Disfrutó de su maravilloso olor, grabó cada detalle de su silueta. Otras personas —superficiales, precipitadas, indiferentes, carentes de su mirada cultivada— tal vez no se abrían fijado en ella ni se habrían percatado de su belleza, de la delicadeza de sus rasgos, la claridad de su piel, su cabello rubio y ligeramente rizado, el color miel de sus ojos, su caminar suave y silencioso, la elegancia de sus movimientos. Tenía la cabeza un poco ladeada, pero los hombros erguidos, y erizado el vello de los desnudos antebrazos. Sus manos eran delgadas y finas. No se le marcaban las venas ni se apreciaban en ella arrugas o surcos que entorpecieran el aspecto alabastrino de su tez. Aún era joven, una cría, probablemente no había cumplido los veinte años.
Ella caminaba con obstinación, y no se detuvo frente a un escaparate ni ante la mujer que  tendía pequeños títeres a los que hacía bailar. Tampoco permitió que un grupo de jóvenes que gritaban, mientras se pasaban cigarrillos y botellas de cerveza, la distrajera de su camino.
Cuando él vio que una gota de cerveza le salpicaba la blusa clara, sintió rabia ante tanta desconsideración y falta de respeto. Sin embargo, también logró contenerla, igual que la necesidad de dirigirse a ella, agarrarla. Lo que no consiguió reprimir fue el grito que profirió al topar con una sombra. Una silueta del mismo tamaño que él, igual de grácil, delgada y, al parecer, fuerte, se interpuso en su camino.
Abrió los ojos de par en par y durante unos segundos se quedó paralizado. La desazón, el asco y el odio surgieron de lo más profundo de su alma. Aquellos sentimientos eran viejos, antiquísimos conocidos, y aun así no desaparecían, sino que eran cada vez más intensos. Le apretaban el cuello. —¡Tú! —exclamó con voz ronca.
El delicioso olor de la chica se evaporó, su cabellera rubia desapareció entre la multitud. Se alejó de él, y con ella se desvaneció el triunfo de haberla encontrado.
—¡No des ni un paso más! —exclamó el otro con expresión amenazadora y aire siniestro.
—¿Qué me harás si no? —replicó él entre dientes.
Sintió una mano en el cuello que le apretaba sin compasión.
Una mano caliente. ¡Cómo odiaba ese calor! Le recordaba a la frialdad de su propio cuerpo. Apartó la mano con brusquedad, al tiempo que desviaba la mirada con disimulo hacia el cinturón del otro.
Por supuesto, iba armado. ¿Cómo no? Lo que odiaba, más aún que el calor del otro, era la sensación de sentirse constantemente acechado y perseguido, la certeza de que siempre, incluso en un momento mágico como aquél, se encontraría con un adversario.
—¡Lárgate! —le ordenó el otro—. ¡No se te ha perdido nada aquí!
Miró alrededor y decidió que debía evitar una lucha encarnizada delante de tanta gente.
Eso también se lo había enseñado su larga vida: era mejor trabajar en su obra a escondidas y sin testigos. La paciencia es una virtud mayor que la temeridad de meterse en una pelea inoportuna. Se midieron en silencio durante un rato, luego él asintió, supuestamente abatido. Sin apartar la mirada de su adversario, se retiró dando pasos pequeños.
En cuanto se hubo alejado unos diez metros, se dio media vuelta y desapareció a toda prisa en el laberinto de callejuelas retorcidas. Sí, se juró a sí mismo, lo prudente era retirarse, pero eso no significaba que fuera a renunciar a ella. Lucharía por ella hasta derramar la última gota de sangre o lo que fuera que corriera por sus venas.
El día en que conocí a Nathanael Grigori, y en el que mi vida terminó y empezó al mismo tiempo, era inestable y borrascoso. Llevaba toda la semana lloviznando con frecuencia, y la Getreidegasse de Salzburgo se había convertido en un mar ondulante de paraguas. Los paraguas de los guías se elevaban entre los grupos de turistas. La gente se aglomeraba, como de costumbre, ante la casa donde nació Mozart, pero esa mañana conseguí abrirme paso entre el gentío sin llevarme ningún codazo.
Vivía en un pequeño piso en la calle Goldgasse que compartía con mi amiga Nele. Salí de allí y, al llegar al puente de Makartsteg, atravesé hasta la otra orilla del Salzach, el río marrón verdoso que discurría por debajo con un murmullo. Llevaba las partituras bajo el brazo, como siempre, y mientras caminaba iba repasando de memoria la Sonata para piano op. 31, n.º 2 en re menor de Beethoven, una de las piezas que tendría que tocar en el examen de primer ciclo, para el que faltaban pocas semanas. Sólo de pensarlo me echaba a temblar y me sudaban las manos. No me consolaba que esa misma mañana Nele hubiera dicho con una convicción férrea que eso sería pan comido para mí. ¿Acaso no había superado los primeros siete semestres de mis estudios de piano sin esfuerzos y casi siempre con las mejores notas?, decía. ¿Me habría aceptado como alumna un profesor como Rudolph Wagner tres años antes —entonces tenía dieciséis años— de no haber visto en mí un talento extraordinario? Normalmente no enseñaba a estudiantes de primer ciclo, sino a futuros licenciados que no sólo eran mayores que yo, sino que tocaban en público más a menudo. Para mí, sin embargo, saber que había hecho una excepción conmigo era una carga más que un honor. Me apasionaba tocar el piano siempre y cuando estuviera sola, pero en cuanto había alguien escuchando, se me formaba un nudo en la garganta por el miedo a equivocarme. Y ese miedo no eran capaces de quitármelo ni el profesor Wagner, que solía pedirme entre resoplidos que procurase controlar un poco los nervios, ni por supuesto Nele, que decía que, a juzgar por mi cara, parecía que en lugar de ir clase fuera a mi propia ejecución. ¡Qué sabía ella! Al fin y al cabo, no se dedicaba a la música.
Estudiaba psicología, y además sin mucho esmero, porque, aunque era casi cinco años mayor que yo, no tenía las cosas claras: unas veces quería dedicarse a la publicidad, otras a la investigación, y otras proclamaba a los cuatro vientos que sería trabajadora social y ayudaría a jóvenes drogadictos a encauzar su vida. La cuestión es que ella no tenía una idea muy clara de lo que quería hacer en la vida. Yo sí. Desde que tengo uso de razón sé que quiero ser pianista.Mi clase particular con el profesor Wagner comenzaba a las tres de la tarde, así que aún quedaban dos horas que podía aprovechar para calentar en alguna de las salas de estudio. Aunque en nuestro pequeño piso también teníamos un piano, si podía organizarme, prefería practicar en uno de los Bösendorfer o Steinway de cola de la escuela. Llegué a la Mozarteum, en los Mirabellgarten, un inmenso edificio cúbico que albergaba bajo su techo aulas, archivos, salas de conciertos y estudio. En los anodinos pasillos del primer sótano esperaban las disonancias que solía crear la mezcla de melodías, el olor a polvo de las partituras y unos cuantos estudiantes que hablaban entre susurros de camino a sus clases. Pasé presurosa por su lado sin llamar la atención.
Sabía el nombre de la mayoría de mis compañeros, y con algunos tocaba con regularidad, pero me costaba encontrar Amigos de verdad. Una vez oí por casualidad que me llamaban «la japonesa». Fui tan tonta que me sentí muy halagada porque pensé en esas estudiantes asiáticas que por lo general son muy trabajadoras y perfeccionistas. Después coincidí en clase de historia de la música con Jan Meyer, estudiante de clarinete, y me explicó que el apodo distaba mucho de ser una alabanza. La conversación empezó porque él se había perdido las últimas clases y me preguntó si podía copiar mis apuntes.
Cuando vio que no sólo estaba dispuesta a prestárselos de buen grado, sino a explicarle los puntos más importantes, me miró asombrado.
—¡Tú no eres así!
—¿Y cómo soy?
—Bueno, ya sabes... como las japonesas.
Fruncí el entrecejo.
—¡Pero si son de las mejores estudiantes!
—¡Por eso! —exclamó él.
Al ver que mi confusión era cada vez mayor, se echó a reír y me explicó entre carcajadas que me tenía por una empollona triste, anticuada y bastante tímida. Yo me sentí profundamente herida, pero intenté disimularlo y forcé una risa, que a mis oídos sonaba igual de tensa que la suya. Él posó la mano en mi hombro con dulzura.
—No te ofendas —me dijo.
—¡No estoy ofendida! —me apresuré a replicar entre avergonzada y furiosa. Él se echó a reír de nuevo y a mí se me encendieron las mejillas hasta que, al final, exclamé enfadada: —¿Es que no tenéis nada mejor que hacer que reíros de mí? —Y acto seguido bajé la mirada para evitar que viera mis lágrimas. Esa clase de episodios no me ayudaban a ganarme las simpatías de los demás ni me animaban a mostrarme más sociable. Hacía mucho tiempo que ya ningún compañero me invitaba a acompañarlos a un bar o a alguna de las muchas fiestas de estudiantes. Por eso me sorprendió tanto que, de repente, ese día alguien saliera de entre la multitud y gritara mi nombre. Tras oírlo varias veces me di cuenta de que, efectivamente, se refería a mí, y me volví vacilante. —¡Sophie! ¡Sophie, espera!  Quien apareció corriendo hacia mí era Hanne Lechner, una estudiante de canto tan vanidosa y arrogante como si hubiera cantado varias óperas en el Met. Los mismos compañeros que se reían de mí y me llamaban «japonesa» dudaban a sus espaldas de que tuviera una voz tan buena como decía. Conmigo, sin embargo, siempre se había mostrado muy amable, probablemente en parte porque yo no era cantante y no le hacía la competencia. Su estatura —medía más de un metro ochenta— y su imponente voz me intimidaban, y en su presencia me daba la sensación de que tenía que encoger el estómago y bajar la cabeza porque apenas quedaba espacio a su alrededor.
—Es que... tengo que ensayar...
—Como todos —replicó, y me bloqueó el paso sin inmutarse.
Se inclinó hacia delante en confianza y me susurró al oído—: ¿Te has enterado de que viene a tocar Nathanael Grigori?
Su aliento era cálido y olía a los caramelos de menta que chupaba con la misma ostentación con que se enrollaba el pañuelo de colores al cuello. Así era como conservaba su delicada voz, algo que explicaba con todo lujo de detalles siempre que encontraba la ocasión, quisieran oírlo los demás o no.
Negué con la cabeza. Nunca había oído ese nombre. —Pues a ti debería interesarte especialmente —prosiguió Hanne—. Tú también tocas el chelo, ¿no? En efecto, había tocado el violonchelo durante varios años, pero desde que estudiaba piano, mi gran pasión, apenas tenía tiempo. De todos modos, como en la escuela nos obligaban a tomar clases conjuntas además de las individuales, a veces aprovechaba para tocar con una chelista de Hamburgo.
—Sí —me apresuré a decir, y empecé a tramar la manera de deshacerme de ella sin parecer maleducada—. Pero no conozco a ningún Nathanael Grigori —añadí enseguida, aunque mis palabras no tuvieron el efecto que esperaba. —¡Por Dios, Sophie! —exclamó Hanne con histrionismo, lanzándome a la cara una bocanada de aliento mentolado más caliente todavía—. ¿En qué mundo vives? ¡Nathanael Grigori ha ganado el premio Leonard Bernstein de este año! El Leonard Bernstein era, en efecto, uno de los premios de música más importantes para jóvenes artistas. —Y eso no es todo —continuó Hanne—, además obtuvo el primer puesto en el concurso de violonchelo Leonard Rose, el premio Eugene Istomin, y hace unos años fue nombrado por la fundación Pro Europea mejor artista novel. ¡Imagínate, si a los once años ya lo habían admitido en la escuela Yehudi Menuhin de Londres!
—¿Y qué hace en Salzburgo? —quise saber. Hanne se encogió de hombros y empezó  hacer minuciosos nudos en el pañuelo. —Ni idea. A lo mejor tiene algún compromiso en los festivales de verano. O tal vez ha venido a tomar unas horas de clase con alguno de los profesores. No sé si ha terminado los estudios, con lo joven que es... Debe de tener veinte y pocos. —Tengo que estudiar... —repetí, cada vez más impaciente.
—¡Vamos, ven a echarle un vistazo! Al margen de la música, no se ven muchos hombres como él. Ese chico es un regalo para la vista, incluso para una cegata como tú, que va por la vida con una venda en los ojos. «Cegata.» Al menos no me había llamado «japonesa», aunque en el fondo quisiera decir lo mismo: que era una aburrida. Nadie intercambiaba conmigo más palabras que las justas. Nadie quería perder el tiempo conmigo. Disimulé la dolorosa sensación de humillación que empecé a sentir apretando los labios, y con ello perdí la oportunidad de huir de Hanne. Antes de que pudiera negarme, ya me había arrastrado con ella, así que la seguí, por un lado porque albergaba la esperanza de que así resultara más fácil deshacerme de ella, y por el otro porque no me atrevía a desafiar su autoritarismo. La mano caliente y grande de Hanne sobre mi brazo me resultaba desagradable, pero prefería morir antes que demostrárselo.
De camino siguió hablándome de Nathanael Grigori.
—Ya ha tocado con muchas orquestas grandes. Hace poco actuó con la Sinfónica de Varsovia y luego con la Orquesta de Cámara de Alemania. También he oído que dio un concierto en el Royal Festival...
De pronto calló. O tal vez no calló, sino que yo simplemente dejé de escucharla porque otra cosa cautivó por completo mi atención. Hanne no era la única que quería oír tocar a Nathanael Grigori. Delante de una de las salas de estudio se había congregado una multitud que no paraba de crecer. La puerta estaba  abierta de par en par, pero nadie se atrevía a cruzar el umbral.  Hanne fue la única que tuvo el descaro suficiente para abrirse paso entre los demás y entrar en la sala conmigo de la mano. Yo, que en aquel instante no pude oponer resistencia, quedé paralizada al escuchar la música que llegaba a mis oídos. Serguéi Rajmáninov.
Rajmáninov era, junto con Stravinsky y Chopin, mi compositor preferido. Y al que menos justicia hacía yo, o eso temía a menudo. Unos años antes había tocado en un concurso musical el Segundo concierto para piano y, pese a quedar en tercer puesto, días más tarde seguía repasando de memoria todos los pasajes que podría —o, mejor dicho, debería— haber tocado mejor. En una de las actuaciones en la Mozarteum interpreté las Variaciones sobre un tema de Chopin, opus 22 y, cuando el profesor Wagner se me acercó por detrás con cara de entusiasmo y exclamó «¡Excelente! ¡Excelente!», no me sentí aliviada ni halagada, sólo pensé que mentía. Por supuesto, eso no se lo dije, intenté reír alegre y relajada, y al parecer no notó lo desganada y forzada que era en realidad mi risa. Apenas pude seguir los elogios que me dedicó a mí, su estudiante más joven, ante su círculo de colegas. No paraba de pensar que había destrozado la pieza. Como siempre, cuando tocaba en público no lograba demostrar toda mi capacidad.
No era buena. No lo suficiente.
Nathanael Grigori y su acompañante estaban tocando en ese momento la Sonata para piano y chelo en sol menor de Rajmáninov.
No era la primera vez que la oía, y sabía la cantidad de dificultades que contenía la pieza, no sólo en cuanto a la técnica, sino sobre todo respecto de la interpretación. En ningún otro compositor era tan sutil la frontera entre la melancolía y la cursilería, no se puede abordar esa música de una forma prosaica y objetiva. Pero cuando uno se deja llevar demasiado pronto por las emociones oscuras, tristes y furiosas de los rusos, corre el peligro de exagerar. Justo en mi secuencia favorita del primer movimiento es fácil caer en la tentación de darle un aire de banda sonora sentimentaloide, en vez de provocar esa profunda nostalgia, dolorosa y agridulce, nada edulcorada.
Nathanael Grigori dio en el clavo. La variedad de timbres y matices distintos, que hasta entonces nadie me había hecho percibir, me fascinó. El chelo de Grigori, suave y aterciopelado, me hablaba con un murmullo ronco, penetrante y oscuro, entre gemidos y suspiros, tierno y brillante, sí, todo a la vez.La música era mi vida. Todo lo que hacía iba dirigido a esa gran pasión. Sin embargo, rara vez escucharla era una experiencia sensorial tan intensa. Me flaqueaban las piernas y tenía las manos húmedas, me temblaban los labios y los latidos de mi corazón habían alcanzado unos límites insospechados cuando, por fin, el chelo y el piano enmudecieron.
Hasta ese momento no había visto a Nathanael Grigori. Llevaba con la mirada en el suelo desde el instante en que Hanne me había metido a rastras en la sala, como si mis sentidos, hasta tal punto entregados al oído, no soportaran más estímulos.
Primero desvié la mirada hacia el pianista. Estaba exhausto y se enjugaba el sudor del rostro con un pañuelo, con un gesto más propio de un obrero que de un pianista. Por un momento pensé que Nathanael Grigori también luciría un aspecto bastante común, que su apariencia no se correspondería con la fuerza y la magia de la música que era capaz de crear, y que por lo tanto me llevaría una inevitable decepción. Pero no podía dejar de mirarle. Hanne no había exagerado. Ni siquiera una ingenua ciega como yo podía pasar por alto su increíble atractivo, aunque no fuera una belleza viril y física como la de Juan, por ejemplo. Juan Calisto era un estudiante de derecho de Madrid cuyas aventuras con sus compañeras de estudio normalmente  no duraban más de una semana. Nele sentía un orgullo increíble por haber conseguido alargarlo dos semanas, y en aquella época me encontré varias veces a Juan medio desnudo en nuestro baño. Yo solía bajar la vista enseguida, avergonzada, pero había llegado a ver más de una vez sus impresionantes abdominales sobre los tejanos caídos. Era muy moreno, rebosante de vida y energía, y debía de creer que eso era suficiente para ganarse las simpatías de los demás porque, por lo menos a mí, nunca me dirigió unas palabras amables y educadas, aunque tal vez se debiera a que siempre, incluso en el baño, tenía un cigarrillo entre los labios carnosos.
Nathanael Grigori, en cambio, con su rostro excesivamente delgado y pálido, las ojeras oscuras bajo los ojos y su complexión nervuda y flaca, poseía una belleza anacrónica, decadente. Los actores con ese aspecto protagonizaban películas de época donde el héroe no era el Zorro, ágil y avispado con la espada, sino un dandi de gusto refinado de la alta sociedad inglesa del siglo xviii . Una de esas ficciones donde juegan al ajedrez ensimismados, escriben poemas a la piel desnuda de su amada o se desahogan con ideas románticas de la muerte, que siempre era temprana, como consecuencia de una tuberculosis interpretada de forma pintoresca, y no de un trivial accidente de equitación. Hacía poco que había visto una de esas películas con Nele y, después, mientras comíamos pizza, yo manifesté la fascinación que me producía el protagonista. Nele dijo que no era hombre para ella, que podrían atarla a él y no pasaría nada, pero esbozó una sonrisa bondadosa porque era la primera vez que me oía hablar de un hombre con tanta efusión. Aún cabía la esperanza de que no terminara siendo una profesora de piano rancia como Rottenmeier.

—¡La señorita Rottenmeier no daba clases de piano!

—exclamé yo, escandalizada.

Nele se limitó a sonreír.

—Era broma —puntualizó.

No podía hacer otra cosa que mirar embobada a Nathanael Grigori, y en sólo unos segundos me quedaron grabados todos los detalles: los pómulos elevados, la nariz delgada y Puntiaguda, las cejas bien dibujadas que se elevaban con claridad en el pálido rostro. El pelo cortado a capas, ligeramente ondulado, le llegaba hasta el mentón y era de color castaño oscuro satinado. Hojeaba las partituras, con el chelo apoyado en la rodilla izquierda.
Tragué saliva con dificultad. Es probable también que carraspease.
Algún ruido debí de hacer, porque en aquel momento alzó la vista. Recorrió la sala con la mirada, como si se diera cuenta entonces de dónde estaba y cuántos oyentes se habían reunido en torno a él, y finalmente se detuvo en mí. Durante un rato sus penetrantes ojos azules se posaron en mí —yo ni siquiera respiré—, y acto seguido bajó la cabeza y un mechón de pelo le cayó sobre la frente limpia y tersa.
—Hemos terminado. —Hablaba en voz baja, casi en un susurro.
El pianista parecía sorprendido —se había vuelto a guardar el pañuelo—, aunque también aliviado.
Nathanael no volvió a levantar la mirada mientras guardaba el chelo con cuidado y lo acariciaba un par de veces con cariño, como si fuera un ser vivo. Por fin se dirigió hacia la puerta con la mirada baja. La mayoría de la gente se había dispersado con discreción, en cambio yo seguía al lado de Hanne y, a pesar de que un instante antes ni lo pensaba, en ese momento sí lamenté que hubiésemos traspasado el umbral.
¿Es que Nathanael Grigori había dejado de tocar porque se sentía incómodo?
Pensé que tal vez debía disculparme o por lo menos decirle lo mucho que me había cautivado su actuación, pero no encontraba las palabras adecuadas. ¡Era imposible describir el hechizo de su música! Al fin y al cabo, el mayor reconocimiento para un músico ¿no era, más que los aplausos, el silencio contenido que se apoderaba de toda la sala de conciertos cuando apenas se había extinguido la última nota? Al ver que se acercaba, sentí que me ardía el rostro y deseé que él no lo notara.
Entonces se detuvo, pero no por mí, sino porque Hanne le cerró el paso.
—¡Excelente! —exclamó entusiasmada.
A diferencia de mí, estaba claro que no temía decir trivialidades ni parecer arrogante.
Alcé la vista. La curiosidad de ver qué impresión daba Nathanael Grigori de cerca venció a la timidez. Sus labios esbozaron una sonrisa entrecortada y estrecha, pero no le llegó a los ojos. Ya no eran penetrantes, sino fríos y reservados. Desvió la vista de Hanne hacia mí, luego la volvió a mirar. Asintió con un leve gesto de la cabeza y se fue sin pronunciar palabra.
Pese a que no había dicho nada despectivo, me sentí tan repudiada y avergonzada que deseé que me tragase la tierra. Parecía que a Hanne le pasaba lo mismo, pero no reaccionó con timidez sino con indignación.—¡Pero qué arrogante! —exclamó con desprecio, y sacudió
el cabello largo y liso. Yo la seguí rápido hacia fuera. Sorprendida, advertí que Nathanael Grigori se había parado al final del largo y oscuro pasillo y se había vuelto. Esa vez no vio primero a Hanne, sino que tenía la mirada fija en mí, y ya no parecía frío ni calculador, sino desconcertado. No resistí mucho tiempo. Me despedí rápido de Hanne y me marché corriendo. Cuando llegué a la sala de estudio, me ardían de nuevo las mejillas. Al cabo de dos días volví a ver a Nathanael Grigori en el MOZ, el comedor universitario de la Mozarteum. Al entrar en la lóbrega sala atestada de mesitas rojas, no advertí su presencia, sólo la del pianista que lo había acompañado la última vez. Lo vi junto al mostrador, con las partituras bajo el brazo. Había pedido un café con leche y, cuando quiso coger la taza, varios papeles se le cayeron al suelo. En vez de agacharse, permaneció confuso un rato y mantuvo la taza en equilibrio como si, ahora que se la habían dado, no pudiera soltarla sin más. Me dio lástima verlo tan torpe, así que enseguida me arrodillé para recoger las partituras. Cuando me levanté y se las entregué, advertí que tenía la frente cubierta de sudor.
—Gracias —murmuró, vacilante.
El café se había derramado. En vez de aceptar por fin las partituras, se llevó la mano libre al bolsillo del pantalón y sacó el monedero para pagar. Yo apenas podía disimular la sonrisa ante tanta torpeza, de modo que dejé las partituras en una de las mesas. Tardó una eternidad en llevar por fin la taza hasta allí. Entretanto, se había derramado aún más café.
Si Nele hubiera estado allí se habría reído de él con crueldad. Le divertía contar chistes graciosos sobre músicos, como si todo aquel que tocara un instrumento fuera un idiota redomado en los demás aspectos de la vida. Sin embargo, tenía la delicadeza de hacer una excepción conmigo. Al fin y al cabo también era la que llenaba la nevera, ordenaba el salón y limpiaba el baño con regularidad.
—Gracias —repitió, se presentó como Matthias Steiner y preguntó de repente—: Tú eres Sophie Richter, ¿verdad? ¿Tocas con el profesor Wagner?
Asentí enseguida, sonriente, pero no por su torpeza, sino porque me abrumó el que hubiera oído hablar de mí. Pero ¿por qué? ¿Qué habría dicho de mí el profesor Wagner? ¿Que tenía talento pero no era lo bastante buena para tocar en público? ¿Que había sido un error aceptarme como alumna? Bajé la cabeza, intenté disimular los miedos habituales, o por lo menos no mostrarlos abiertamente, y entonces vi a Nathanael. Estaba a cierta distancia, en la zona de entrada al comedor, y nos había estado observando desde allí. Volvió a esbozar una sonrisa, como el día anterior, pero esta vez no era fría, sino sarcástica. Los ojos, bajo la luz tenue, no parecían tan claros y radiantes, pero aun así no pude evitar responder hechizada a su mirada. Se acercó a nosotros despacio, con la funda del chelo en la espalda. Llevaba la misma ropa del día anterior: pantalones negros y jersey gris, y encima un abrigo oscuro y holgado. —Imagínate —le dijo Matthias Steiner—, toca con el profesor Wagner. Un buen hombre. —Estaba dispuesto a soltar una larga retahíla de elogios, pero Grigori le interrumpió.
—Ya lo sé —se apresuró a decir—. Sophie Richter, ¿verdad?—Me saludó con la cabeza, ante lo cual yo automáticamente me ruboricé. ¿Cómo sabía mi nombre también él? ¿Es que el día anterior había querido saber, enojado, quién lo había molestado mientras tocaba el chelo? Sin embargo, por el tono de su voz, no parecía molesto.
—¿Tú también quieres un café? —preguntó Matthias.
Rehusé y acto seguido, para mi sorpresa, vi que la invitación no iba dirigida a mí, sino a  Grigori. Él sacudió la cabeza. Como el día anterior, sobre la frente despejada le cayó un mechón de pelo castaño oscuro que se apresuró a apartar.
—Quizá... —dijo de pronto, y me miró fijamente con sus ojos azules— podríamos tocar juntos algún día. Apenas levantó la voz, que sonaba un tanto ronca. Sentí un cosquilleo en el antebrazo que me subió por la espalda hasta la nuca.
Matthias cogió el azúcar, y al verterlo con brusquedad en la taza de café, unos cuantos  Gránulos se esparcieron por toda la mesa. Yo me quedé con la mirada fija, mientras intentaba
tomar una decisión. Pensar en la mera posibilidad de tocar con Nathanael me aceleraba el corazón, ése era el problema. Si me ruborizaba sólo con hablar, ¿cómo iba a tocar con él? Recordé las palabras del profesor Wagner: «¡Siempre esos nervios! Tu técnica es excelente, tienes una gran sensibilidad y un oído extraordinario, y en la teoría musical eres una de las mejores. Pero esos nervios...» Cuando se quejaba con vehementes gestos y sacudía la cabeza hasta que el cabello frágil y canoso se le disparaba enmarañado en todas direcciones, yo deseaba disculparme una y mil veces. Sin embargo, no podía evitarlo: quería ser pianista porque amaba el piano, no los grandes escenarios. Todas y cada una de las siete actuaciones que tuve que realizar durante mi primera etapa de estudios fueron acompañadas de tantas noches en vela que después siempre anunciaba que abandonaría los estudios. Es decir, delante de Nele yo insinuaba algo que hacía que me tomara por loca y exclamara a voz en grito, convencida, que nadie tocaba el piano con tanto entusiasmo y entrega como yo, así que hiciera el favor de seguir. Delante del profesor Wagner no me atrevía ni siquiera a  Mencionarlo.
—¿Qué te parecería? ¿Tienes tiempo?
Su mirada, aunque fría y dura, era sedu0ctora.
Abrí la boca, quería decir algo. Sin embargo, no había
pronunciado ni la primera sílaba cuando Hanne se abalanzó
sobre mí. No la había visto entrar en el comedor, y cuando me
abrazó con tanto ímpetu, como si fuéramos amigas íntimas,
me estremecí por dentro. En una mano sujetaba una botella
de zumo medio llena, pero eso no le impidió besarme primero
en la mejilla derecha y luego en la izquierda.
Sospechaba que la euforia con que me saludó sólo era un
pretexto, y en efecto no atraje su atención mucho tiempo.
—Yo —se dirigió sin saludar a Nathanael—. A mí me encantaría
tocar contigo. El piano es una asignatura secundaria
para mí, pero creo que sería divertido.
Para mí, «divertido» era un concepto que no encajaba con
la música, y mucho menos con la manera de tocar el chelo de
Nathanael Grigori. Lo que más me irritaba era que se tomase
tantas confianzas con él. Es cierto que los estudiantes estaban
habituados a ello, pero en ese momento me pareció de mala
educación. ¿No se había quejado el día anterior de que Grigori
era «un arrogante»?
Era obvio que había cambiado de opinión durante la noche.
Él adoptó de nuevo una mirada fría.
—Si hubiera querido tocar contigo, te lo habría hecho saber
—aclaró con brusquedad, con esa voz ronca cuyo timbre
me perseguiría durante horas.
Oí resoplar a Hanne, y no pude contener una sonrisa. Un
instante antes no había sabido reaccionar a su oferta, y ahora
me invadía una sensación de triunfo hasta entonces desconocida
que por un momento ahuyentó todos mis miedos.
No quería tocar con Hanne. Quería tocar conmigo.
—¿Por qué no? —dije—. Podríamos intentarlo.
Hanne soltó un bufido, escandalizada, pero Nathanael
hizo como si no la oyera.
—¿Mañana a las tres?
Cuando aún estaba asintiendo, él se volvió y salió del comedor
tan despacio como antes se había acercado a nosotros.
Advertí que Hanne tenía un insulto en la punta de la lengua,
pero Matthias se anticipó.
Le dio un sonoro sorbo a su café con leche.
—No hay quien se lo beba —se lamentó, aunque ya había
vaciado la taza—. Este mejunje está demasiado dulce.
A la mañana siguiente yo me levanté destrozada, y Nele,
de los nervios. Yo solía tocar el piano en nuestro piso sólo
hasta las diez de la noche. Sin embargo, aquella noche no
pude despegar los dedos del teclado hasta la una, aunque eso
significara tener que aguantar los gruñidos de Nele después.
—¡Eres una empollona! —protestó—. Si ya estás desquiciada
por el examen de primer ciclo, no sobrevivirás a las siguientes
semanas. ¡Relájate!
No era la primera vez que resoplaba y gruñía impaciente
cuando yo me pasaba horas practicando. Delante de los amigos
explicaba bastante a menudo el martirio que suponía vivir
con una pianista en ciernes. Sin embargo, más de una vez la
había sorprendido en la puerta de mi habitación escuchando,
a veces con lágrimas en los ojos a causa de la emoción. Y cuando
en una oportunidad una vecina se quejó del constante tecleo,
Nele se plantó ante ella y exclamó indignada:
—¡Tecleo! ¡Bah! ¡Si le molesta es que tiene el oído de madera!
¡Sophie es una pianista excepcional! ¡Debería alegrarse
de no tener que pagar por escucharla!
Aquella mañana nadie hablaba de lo excepcional, sino de
mi perfeccionismo enfermizo.
Estuve a punto de confesarle que aquella sesión nocturna
no tenía nada que ver con el examen, sino con el chelista más
atractivo y genial que había conocido nunca, que quería tocar
precisamente conmigo, sí, eso es, ¡conmigo, Sophie Richter!
Sin embargo, decidí no contárselo. Nele habría comprendido
mejor por qué me había quedado ensayando hasta
esas horas, pero probablemente a cambio habría querido hablar
con todo detalle sobre cómo me iba a vestir para la ocasión
y cómo tenía que peinarme. Tenía ideas muy precisas
sobre esas cosas y, si se trataba de un hombre guapo —fuera
un chelista genial o no—, podía tolerar que yo destrozara
una obra de Rajmáninov, pero nunca que me presentara vestida
de gris.
Sin embargo, como ella no sabía nada de mi cita, salí de
casa con las bailarinas de siempre, una falda de color azul oscuro
y una blusa blanca. Llevaba el pelo recogido en una sencilla
trenza. Entré en la Mozarteum por lo menos con media
hora de antelación, y allí me di cuenta de que en realidad no
sabía dónde debía encontrarme con Nathanael Grigori: había
quedado con él a una hora —a decir verdad él había dicho una
hora y había dado por supuesto que yo no tendría otros compromisos—,
pero no habíamos acordado en qué sala de estudio
tocaríamos. Desconcertada, empecé a recorrer el pasillo
arriba y abajo, hasta que decidí entrar a ensayar un rato y salir
después al vestíbulo a buscarlo.
Desde el día anterior a mediodía había estado trabajando
con insistencia en la sonata de Rajmáninov. Ya la había tocado
varias veces, también lo había intentado con el chelo, pero faltaba
algo para que «tuviera el efecto adecuado», según dijo el
profesor Wagner.
Me sumergí en el tercer movimiento, que empezaba con
un largo pasaje para piano, en mi opinión una de las partes
más bonitas, no tan melancólica y oscura como otras, pero
muy delicada, también un tanto veleidosa, como si el compositor
no pudiera decidirse por el modo mayor o menor.
Como siempre que tocaba sólo para mí, el piano era mi mejor
aliado. Los dedos parecían fundirse con las teclas, la música
me inundaba la cabeza primero, sí, y luego todo el cuerpo. El
mundo entero parecía quedar reducido al instrumento y a mí, y
no había nada que me molestara, me intimidara ni me diese
miedo. Vivía por aquellos escasos momentos en los que no tenía
que demostrar nada a nadie, ni estaba a merced de una crítica,
en los que podía entregarme por completo a mi pasión.
Compensaban el suplicio de las actuaciones en público.
Sólo cuando me detuve, los sonidos enmudecieron y retiré
las manos de las teclas, volvieron a apoderarse de mí las viejas
Dudas. ¿Por qué en el undécimo compás siempre tocaba
un sol en vez de un fa sostenido? ¿Podía transmitirse el efecto
de la música con mi tempo? ¿Se acercaba mi interpretación a
la cantidad de emociones, ambientes y magia que transmitían
las notas del chelo de Grigori?
Pensé si no sería mejor excusarme con él en vez de hacer el
ridículo más espantoso, a lo mejor había cambiado de opinión
y ni siquiera se presentaba, y no es que me diera miedo, era mi
esperanza. Volví a empezar con el andante desde el principio,
hasta que llegué al compás en el que entraba el chelo.
De pronto retiré las manos: en aquel preciso instante sonó
de verdad un chelo que había entrado en mi interpretación
con total naturalidad.
Me di la vuelta con tal ímpetu que estuve a punto de caer
del taburete. Nathanael Grigori sostenía tranquilamente el
chelo detrás de mí, con la funda del instrumento abierta a los
pies.
—¿Cómo... has entrado?
Yo tenía la puerta a la vista mientras tocaba y, por muy
concentrada que estuviera, habría notado que alguien entraba
en la sala.
Esbozó una sonrisa. El azul de sus ojos me pareció más
brillante e intenso aún de lo que recordaba. Llevaba los mismos
pantalones negros que en nuestro primer encuentro,
pero en lugar del jersey gris vestía camisa blanca. Se había
quitado el abrigo.
—Estabas tan concentrada en tu interpretación que ni siquiera
has advertido mi presencia.
Costaba de creer, pero me pareció absurdo discutírselo.
Tal vez sí... quizá me había despistado durante unos segundos.
—Ah... —murmuré, confusa.
—¿Tienes el examen de primer ciclo en dos meses? —preguntó
de pronto.
Asentí.
—Me muero sólo de pensarlo —fue lo único que alcancé a
decir, y al cabo de un instante me arrepentí de mis palabras.
¡Qué inconsciente, precipitado e inmaduro era reconocerlo
así! Además, ¿es que algo podría superar, aunque fuera el examen
de primer ciclo, los nervios que sentía en su presencia?
Sus finos y largos dedos se extendían con suavidad sobre
las cuerdas sin emitir un solo sonido. Se me pasó por la cabeza
que probablemente ya estaba arrepintiéndose de haberme
pedido que tocara con él. Seguro que estaba buscando desesperadamente
una excusa...
En cambio, dijo con amabilidad:
—No tienes por qué. Uno se imagina un examen así mucho
peor de lo que en realidad es. Bueno, podríamos dejarnos
de formalidades, ¿no? Y llámame Nathan, no Nathanael.
¿Para qué hacer el esfuerzo de pronunciar un nombre tan
largo?
Asentí de nuevo, con la boca seca, y, por miedo a que se
me escapara algo más embarazoso o indiscreto, anuncié con
relativo entusiasmo:
—Me gustaría tocar Rajmáninov.
Señaló las partituras que tenía abiertas enfrente de mí.
—Me lo imaginaba —repuso con sorna.
Pasé las hojas hasta el primer movimiento. Me temblaban
las manos, pero en cuanto rocé las teclas remitió un poco.
Los primeros compases de la Sonata en sol menor sirvieron
como primer contacto. El chelo y el piano parecían tantearse
con precaución, ni muy melódicos ni muy rápidos. Generaban
sonidos profundos y agudos, pero mantenían una
distancia de cortesía sin arrastrarse el uno al otro. Respiré
hondo, intenté controlar los nervios y, para mi sorpresa, resultó
mucho mejor de lo que esperaba. Después de unos sonidos
ya se habían desvanecido mis miedos e inseguridades, los
dedos se movían como si tuvieran vida propia y las dudas sobre
mí misma estaban olvidadas.
Lo que sucedió a continuación es difícil de describir. Por
supuesto, yo también había probado las mieles artísticas
cuando tocaba con otros, no sólo cuando tocaba sola, conocía
la embriaguez, la absoluta entrega a la armonía. Pero para lograr
esa sensación de felicidad tenía que esforzarme mucho:
necesitaba una concentración extraordinaria, un esfuerzo físico
extremo y luchar contra las dudas constantes de si cumpliría
las expectativas de los demás.
Con Nathanael Grigori todo fluía por sí solo. No, no era
perfecta, hubo sonidos que no encajaban, y tempos que no
respeté, pero esos errores no molestaban. No importaban por
la facilidad que él me transmitía, por el virtuosismo que, sencillamente,
me arrastraba, lo quisiera o no. No iba a la zaga de
su magistral interpretación, más bien él me empujaba y me regalaba
la sensación de ser su igual. El hecho de que eso no me
pareciera un signo de arrogancia sino, por lo menos en ese
momento, de una profunda naturalidad, muestra lo desprendida
y ausente que estaba. Era como si abriera unas alas por
completo que hasta entonces sólo se hubieran extendido a
medias, y me llevaran sin esfuerzo, de modo que ni una sola
vez tuve miedo de caer. Libre y ligera como una pluma, podía
alzar el vuelo en la inmensidad del cielo y despojarme de toda
la carga que me oprimía.
En cuanto terminamos el primer movimiento, se hizo el
silencio entre nosotros, un silencio que me resultaba tan ajeno
como aquella música increíble: profundo, intenso, satisfactorio,
y al mismo tiempo tan lleno de deseo, de apremio
por continuar, al precio que fuera. Tenía la sensación de que,
en lugar de sangre, corría adrenalina por mis venas.
Se oyó un suspiro, y al cabo de un rato comprendí que salía
de mi garganta. ¡Cuánta calidez había sentido! Me volví
despacio. Nathanael estaba allí sentado, tan tranquilo como
antes, y no parecía nada cansado ni extasiado como yo. Tenía
la mirada de sus ojos azules velada por el desconcierto y una
tristeza cuya causa yo no comprendía.
—Ha sido increíble —dije. Mi voz sonó penetrante a mis
oídos, y me acordé de la voz de Hanne al calificar la interpretación
de Nathan de excelente. Me pareció una banalidad,
pero no se me ocurría nada mejor para describir mi entusiasmo
y veneración.
Nathanael no dijo nada.
«Se arrepiente. Le he desilusionado. No quiere tocar más
conmigo», pensé, atemorizada.
Entonces levantó el arco, me hizo una señal con la cabeza, y
empezamos con el segundo movimiento, el allegro scherzando.
Aquellos días pensaba mucho en el amor.
A veces le parecía un compañero tierno, cálido, amable.
Otras el enemigo más peligroso, por traicionero, al que jamás
se había enfrentado. Seducía, conmovía, engatusaba, tentaba,
para luego darle una estocada sin compasión. No sólo aparecía
acompañado de la cercanía, la intimidad y la patria, sino también
de la impotencia, el dolor, la desesperación y los celos.
Sólo una vez en toda su existencia había querido, entregado
y perdido tanto. Durante mucho tiempo había intentado
desterrar todos esos recuerdos de su vida. En aquel preciso instante
los evocó: el doloroso y amargo final, así como la felicidad
del principio.
Entonces ni él mismo se habría creído capaz de deshacerse
de aquella maldición que lo perseguía desde su nacimiento.
Pero esa desdicha le pareció por un breve instante, muy breve,
una bendición.
Sophie...
Tal vez ella también fuera una bendición. Ojalá ella pudiera
amarlo. Aun sabiendo la verdad sobre él. Y si sus adversarios
no se interpusieran en su camino de nuevo.
Sophie...
Cada vez que tocábamos juntos me daba miedo que fuera
la última. A pesar de que quedábamos para otro encuentro,
yo contaba en secreto con que Nathanael pronto se hartara de
tocar con una estudiante. Además, ¿por qué? Yo no había
dado conciertos importantes ni tenía experiencia en grandes
escenarios. Sí, seguro que en algún momento dejaría de aparecer
en la sala de estudio.
Intentaba prepararme de antemano para el desengaño, y
estaba decidida a tratarle con la mayor naturalidad posible, en
caso de que en un futuro nos cruzáramos por casualidad en la
Mozarteum. Me comportaría como si nunca hubiéramos
intercambiado palabra, por supuesto no demostraría mi vulnerabilidad,
incluso le sonreiría. Para sentirme más segura,
practicaba esa sonrisa frente al espejo del baño, pero cuanto
más me esforzaba por que pareciera natural, más forzada e insegura
me salía. Sin embargo, por suerte no fue necesario sonreír:
Nathanael acudía una y otra vez, y nuestras sesiones regulares
se convirtieron en una costumbre. Además, antes de
cada encuentro estaba hecha un flan, pero, con el tiempo,
aunque no fuera una rutina, sí adquirí la confianza de que esa
insólita liviandad que había percibido la primera vez que tocamos
juntos no había sido algo aislado.
Aunque yo normalmente acudía con puntualidad a la sala
de estudio, Nathanael siempre llegaba antes que yo. Salvo un
breve saludo, por lo general, no decía nada. De vez en cuando,
comentábamos alguna secuencia, hablábamos de cuáles
eran los puntos complicados y cómo queríamos interpretarlos.
Él se contentaba con dejar hablar al chelo, y yo me concentraba
en el piano.
Cuando me marchaba, clavaba su penetrante mirada en mí
—a menudo tenía la sensación de que iba a atravesarme con
los ojos—, pero la despedida era más bien escueta.
Al principio me bastaba con estar con él y entregarme por
completo a la maravillosa música que creábamos juntos. Pasadas
varias semanas me atreví a hacerle por primera vez una
pregunta que no tuviera que ver con nuestra siguiente cita.
Hasta entonces mi inseguridad siempre había superado la curiosidad,
pero en aquel momento saqué a la luz por fin algo
que me quitaba el sueño.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Salzburgo?
—No lo sé —se limitó a contestar.
Me costó lo indecible hacer de tripas corazón, pero ya que
había llegado tan lejos no quería rendirme sin más, de modo
que, tras vacilar por un instante, le pregunté:
—¿Qué hacías antes?
Hanne me lo había contado a grandes rasgos, pero disimulé
cuando empezó a detallar, de forma telegráfica y sin el
menor entusiasmo, algunos de los grandes escenarios en los
que había tocado.
—Imagino que debe de ser bonito tocar con esas ilustres
orquestas... —murmuré, enojada conmigo misma por que no
se me ocurriera nada más ingenioso.
—No importa dónde, ante quién ni con quién —contestó
él con sobriedad—; el chelo sigue siendo el chelo.
Estaba dispuesta a hacer una nueva pregunta, pero antes
de que pudiera formularla, me interrumpió con una brusquedad
extraña:
—¡Sigamos tocando!
No podía haberme dejado más claro que no quería hablar
de él, en absoluto. Noté que el rubor me cubría la cara, y me
puse a pasar las partituras con las manos temblorosas. Sin embargo,
en vez de empezar a tocar, cuando encontré la hoja correcta,
él dejó caer el arco del chelo y me miró desconcertado.
Parecía consciente de la brusquedad con la que se había comportado,
así que empezó —era obvio que quería demostrar
que no era su intención— a hacerme preguntas, aunque eran
más bien retóricas.
—Estás en el séptimo semestre, ¿verdad? El profesor
Wagner parece entusiasmado contigo. Ya has logrado muchas
cosas para ser tan joven, porque no tienes ni veinte años, ¿no?
Pese a que empleó un tono muy amable, contesté con monosílabos
sin poder evitar que mi rubor fuese en aumento. El
hecho de que mencionara mi edad sólo podía significar que
me consideraba poco más que una niña. Y así era como yo me
sentía en ese momento: como una niña torpe, ingenua y tensa.
Pero luego dejó de hacer preguntas y seguimos tocando y,
como siempre que podía entregarme a nuestra música, la inseguridad
se evaporó.
Al principio pensaba que Nathanael Grigori sólo era tan
callado e inaccesible conmigo, pero un día, cuando salíamos de
la sala de estudio, lo abordó Matthias, que, como siempre, estaba
tan sudado como si saliera de la obra. Era evidente que estaba
esperando a Nathanael para comentar algo con él, posó
con alegría la mano sobre su hombro y se acercó tanto a su
cara que Nathanael seguro que sintió su aliento húmedo.
Matthias se puso a parlotear animado sin más, pero Nathanael
instintivamente retrocedió. Se leía la aversión en su precioso
rostro, luego los rasgos se endurecieron. Ante el torrente de
palabras que el pianista vertió sobre él, él se limitó a contestar
con un sí o un no antes de darse la vuelta y salir corriendo por
el pasillo como si lo persiguieran. Más adelante reproduje
mentalmente una y otra vez esa escena, y me preguntaba si
aparecería en su rostro esa misma expresión de repugnancia si
yo lo tocara por casualidad.
Ya me había resignado a que jamás tendríamos una conversación
como es debido, cuando un día después de tocar me
preguntó si quería tomar un café con él.
Yo estaba guardando las partituras en el bolso, y su invitación
llegó tan de repente que las hojas se me escurrieron de la
mano por la sorpresa. Me arrodillé enseguida para recogerlas,
y al levantarme me golpeé la cabeza contra el piano. Nathanael
intentó en vano reprimir una sonrisa que le hacía parecer
más joven, despreocupado, no tan serio, reservado y misterioso.
—Sólo si tienes tiempo... —añadió.
Pues claro que tengo tiempo! —exclamé, y de inmediato
me avergoncé de mi exceso de entusiasmo.
Bajamos en silencio. Me dolía la cabeza, pero evitaba tocarme
la zona del golpe. El incidente me resultaba tan embarazoso
que no quería ni recordarlo.
Esperaba que fuéramos al MOZ, pero Nathanael tenía en
mente otra cosa. Abandonamos la Mozarteum y al cabo de
unos minutos llegamos al hotel Stein, desde cuya terraza se
veía todo el centro histórico de Salzburgo y los alrededores
de la ciudad: las cúpulas de las iglesias y de la catedral, el
Mönschberg y la fortaleza de Hohensalzburg, al oeste el monasterio
de los capuchinos y, detrás, el Gaisberg. A pesar de
que llevaba tres años viviendo allí, era la primera vez que iba
y disfrutaba de las vistas. Nathanael, en cambio, no parecía
muy impresionado. Sólo paseó la mirada un instante, luego
ocupó un sitio de espaldas a la barandilla, en vista de lo cual
yo también me senté enseguida. El corazón empezó a latirme
a toda velocidad cuando me miró, pero no lo notaba palpitar
en el pecho sino en la garganta, y con tanta fuerza que creí
que se me iba a salir por la boca. Ya entonces me costaba respirar,
pero más me costó después, cuando surgió una sonrisa
inesperada en su rostro. ¿Era de cortesía? ¿Burlona? ¿Amable?
Cuando se acercó el camarero, yo pedí un café con leche y
él agua. A pesar de los nervios me rugía el estómago del hambre
—aquel día apenas había comido—, y cuando vi que el camarero
llevaba unos pedazos de tarta Sacher y de manzana a
la mesa contigua, no pude evitar lanzarles una mirada ansiosa.
El chico se dio cuenta y preguntó si también quería pastel.
Sacudí la cabeza, confusa, sin saber qué hacer con las manos.
¿Debía apoyarlas en la mesa? ¿Esconderlas debajo?
—Tómate un trozo —dijo Nathanael para animarme.
—Tú... —dije yo con voz ronca—, pero tú tampoco comes
nada. —Su sonrisa se volvió más amplia.
—Mejor que no.
—¿Por qué? —pregunté, y luego añadí algo que pasados
unos días seguiría abochornándome—: ¿Es que te preocupa
tu figura?
no sé cómo había llegado a esa conclusión, seguramente
porque había pedido agua. Me retracté con la misma brusquedad
con que había pronunciado aquellas palabras.
—Lo siento —murmuré, y bajé la mirada.
Él soltó una carcajada y, entre risas, dijo:
—No, es por otros... motivos.
Cuando el camarero regresó con las bebidas, me concentré
por completo en mi café con leche, pero llegó un momento
en que ya no podía removerlo más y le di un sorbo con cuidado.
Al levantar de nuevo la mirada, vi que me observaba de
esa manera que, sin ser desagradable, resultaba tan peculiar.
Con la misma espontaneidad con que hasta entonces se
había guardado de hablar, comenzó a formular preguntas:
quería saber dónde vivía y con quién, si siempre había vivido
en Salzburgo, qué me parecía la ciudad, cuándo había empezado
a tocar el piano.
Ese último era mi tema, el único del que podía hablar sin
titubeos ni timideces. Le hablé de mis primeras clases cuando
tenía sólo cuatro años, y de la sensación entonces abrumado—
ra de poder producir esos sonidos maravillosos, de los primeros
profesores que me habían dado clase, de los compositores
que más me gustaba interpretar, de las actuaciones y la energía
que me costaban, de la esperanza de no decepcionar al profesor
Wagner. Le expliqué los momentos mágicos en los que me
imaginaba entregándome por completo a la música, cuando
los latidos de mi corazón se amoldaban a su ritmo y parecía
que literalmente la inspirara con cada fibra de mi ser. Entonces
me sentía insignificante al pensar que alguien había creado
algo tan grandioso, privilegiada al poder recorrer ese angosto
camino que conducía directamente al cielo, y feliz de haber
encontrado mi vocación, aunque a veces tuviera que superar
dificultades para seguirla.
Me ardía la cara, pero ya no a causa de la timidez, sino de
la pasión.
Se te nota —dijo Nathanael de pronto.
—¿El qué?
—Ese... entusiasmo. ¡No lo pierdas! Mucha gente no siente
eso por lo que hace. —La cara de despreocupación dio paso
a una profunda arruga en la frente.
—Pero tú... también vives para la música.
Sus rasgos se ensombrecieron aún más.
—Eso era antes —murmuró. Vi que aún tenía el vaso lleno,
había bebido sólo un sorbo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. Pero tú eres...
—No tiene importancia —me interrumpió con aspereza—.
En cualquier caso, me alegro de que nos hayamos encontrado.
Me bebí el café, y él llamó al camarero y pagó. Al levantarnos,
nuestras manos se rozaron. Aparté la mía de inmediato,
como si me hubiera quemado, y busqué su mirada. ¿Y si
aparecía en sus ojos la misma aversión que cuando lo había tocado
Matthias? Pero no vi nada parecido, sus ojos azules brillaban
y su rostro pareció ganar algo de color.
Tal vez fuera ridículo darle tanta importancia a un gesto
tan pequeño, pero por un instante tuve la sensación de que al
fin podía respirar tranquila en su presencia y flotaba de felicidad.
A partir de entonces empezamos a ir más a menudo a tomar
café. Unas veces nos sentábamos en la terraza del Stein y
otras en el Bazar o el Fürst. En una ocasión fuimos a dar un paseo
por la orilla del Salzach, y otro día, después de tocar juntos,
esa vez por la tarde, Nathan me invitó a una pizzería. Él pidió
algo de comer, pero sólo tomó unos bocados, luego revolvió el
resto de la comida en el plato con gesto desganado y se limitó,
como siempre, a beber agua. Yo tampoco comí apenas nada,
estaba demasiado emocionada, sin embargo su falta de apetito
me desconcertaba. Rechazaba la comida con repulsión, como
si le fastidiara verse obligado a beber y comer algo con regularidad.
Sin embargo, pese al escaso apetito, jamás parecía debilitado,
al contrario: todos sus movimientos eran siempre perfectamente
serenos y tranquilos. Ni siquiera después de horas
tocando el chelo daba muestra alguna de agotamiento. Y jamás
sudaba, ni cuando caminaba bajo un sol abrasador.
Sin embargo, había algo más que me irritaba. En cada encuentro
se mostraba más abierto, amable y locuaz —por lo
menos en cuanto a mí y a la música, porque de sí mismo no hablaba
nunca—, pero a veces se quedaba callado a media frase y
sus rasgos adoptaban una expresión melancólica y ausente.
Era como si de pronto hubiera oído algo que sólo era percibible
Para él, o visto algo invisible para el resto de los mortales.
Nunca se mostraba inquieto ni nervioso —sólo una vez vi que
le temblaran las manos, y eso fue mucho tiempo más tarde—,
y no obstante me daba la impresión de que sentía un profundo
desasosiego, de que era infeliz.
A veces, cuando estaba con él, tenía la sensación de que
aquella tristeza me invadía como una ola negra e inevitable
que ahogaba cuanto alcanzaba, una forma de desesperación,
violenta y absoluta, como no había sentido jamás. En esas
ocasiones me faltaba el aire, me sentía tensa, impotente y vulnerable,
y, aunque disfrutaba cada segundo que pasaba con él,
me asaltaba la imperiosa necesidad de huir lo más lejos posi—
ble. No obstante, la mayor parte de las veces ese arrebato sólo
duraba unos instantes, tras lo cual desaparecía la oscuridad de
su semblante y yo volvía a sentirme como en los momentos
en que su música me daba alas: despierta, eufórica, sensible,
despreocupada.
Entonces llegó el día —yo ya no contaba con ello— en
que estuve esperando a Nathan durante horas en la sala de estudio.
No apareció. Hice lo imposible por convencerme de
que había memorizado mal la fecha, pero en el fondo sabía
que no era cierto.
Pasada una hora que se me hizo interminable, otros estudiantes
reclamaron la sala. Yo empecé a recorrer el pasillo
arriba y abajo, ofuscada, incapaz de irme de la Mozarteum.
Me había propuesto firmemente no molestarme con él si llegaba
un día en que no quisiera seguir tocando conmigo, pero
ahora no podía dejarlo pasar sin más, sin que me diera una explicación.
¡Y aunque no estuviera dispuesto a hablar conmigo
de su decisión, por lo menos quería verlo y oír su voz, si no
podía ser el chelo!
—Vaya —exclamó Hanne—, ¿tu ídolo te ha plantado?
Como no la había visto acercarse, me sobresalté. Se arrimó
a mí como si quisiera darme un abrazo de consuelo, pero,
en cambio, dijo con tono mordaz:
—No me extraña. ¿Qué iba a hacer él con una chica como
tú?
Me limité a mirarla, indefensa. Aunque se me hubiera
ocurrido algo que contestar, me lo habría callado. Me dolía la
garganta como si me hubiera tragado un trozo de cristal.
—Al fin y al cabo, él también es un tipo raro —prosiguió
ella con indiferencia—. Lo único que sabemos de él es lo que
aparece en la biografía de nuestra página web. Parece que nadie
lo conoce bien. En realidad puedes estar contenta de haberte
librado de semejante tipo.
Aunque fui incapaz de pronunciar palabra, conseguí zafarme
de ella y, cuando me hube alejado unos diez pasos, susurré:
—Déjame en paz.
Aquel día no tenía sentido quedarse en la Mozarteum,
pero a la mañana siguiente me presenté puntualmente y recorrí
de nuevo el pasillo arriba y abajo, frenética, en busca de
Nathan. Me salté una clase y una audición, aunque después ya
no me atreví a faltar a la clase del profesor Wagner, que me
riñó con una dureza inusual por mi falta de concentración. Yo
no paraba de disculparme, pero no podía contenerme: tenía
los dedos rígidos y desmañados, y las partituras se desdibujaban
ante mis ojos.
Durante todo el mediodía y la mañana siguiente estuve
yendo de una sala de estudio a otra, pero no encontré a Nathan
en ningún sitio. En el comedor, donde lo fui a buscar por
último, pedí un té, pero no me lo tomé, sólo removí la taza
llena, aferrada a la esperanza de que le hubiera pasado algo
tan urgente como inevitable que lo hubiera obligado a irse de
Salzburgo. Y no había podido avisarme a tiempo porque
no tenía mi dirección ni mi número de teléfono. ¡Sí, debía de
ser eso!
A última hora de la tarde del tercer día me encontré por
los pasillos de la Mozarteum no a Nathan, sino a Matthias
Steiner. Lo abordé y, sin saludarlo siquiera, cansada de ser
educada o hacerme la indiferente, le pregunté si sabía dónde
estaba Nathanael Grigori. Se encogió de hombros.
—Ni idea —murmuró lacónicamente, pero me dio su dirección.
Nathan vivía en el cruce de Linzergasse y Priesterantsgasse,
no muy lejos de allí. Fui corriendo y llegué casi sin aliento.
Repasé los nombres del portero automático y me detuve ante
un timbre con las iniciales N. G. Por toda indicación. Tuve
que contenerme para no ponerme a llamar al interfono como
una desesperada. Por mucho que me costara esperar, no quería
presentarme ante él empapada en sudor y jadeando. Así
pues, aguardé a recuperar el aliento y llamé. Nadie me abrió.
Me quedé hasta que oscureció, sin parar de llamar, aunque
sospechaba que era inútil, y luego me fui a casa a paso lento,
desanimada y abatida. Me esperaba una noche agitada. Pasada
la medianoche logré conciliar el sueño, pero a las cuatro de la
mañana volví a despertar. Sin pensar lo que hacía, me vestí
como si fuera sonámbula y salí de casa para dirigirme de nuevo
a Linzergasse.
«¡Loca, loca, loca!», resonaba en mi cabeza al ritmo de los
pasos, ¡estaba obsesionada con él, no podía apartarlo de mis
pensamientos!
Hasta entonces sólo una cosa podía generar en mí semejante
determinación: tocar el piano. Sin embargo, durante los
últimos tres días apenas había practicado, y ahora me lo reprochaba,
«¡loca, loca, loca!», a pesar de lo cual no podía reprimir
el ferviente deseo de ver a Nathan.
Cuando llegué era noche cerrada. Esperé a recuperar el
aliento y volví a llamar. Durante unos minutos no pasó nada,
y ya iba a desistir cuando de pronto apareció una sombra tras
la puerta de cristal de la entrada. En vez de abrir con el portero
automático desde su casa, Nathan había bajado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó sin saludarme.
Al verlo sentí un alivio casi doloroso. Fue como si, después
de estar sumergida durante mucho tiempo en agua fría,
hubiera recobrado la sensibilidad en el cuerpo. Sin embargo,
el alivio no duró mucho, ya que enseguida se convirtió en horror:
bajo la deslumbrante luz de la lámpara que iluminaba el
pasillo parecía otra persona. Estaba delgado y débil, como si
hubiera perdido varios kilos en esos pocos días, y caminaba
encorvado, como si arrastrara una pesada carga. Tenía el rostro
desfigurado, como si se hubiera puesto una finísima máscara
de cera que lo hacía aparecer todavía más pálido, cansado
y, en cierto modo, sin vida, y mataba por completo el color y
el brillo de sus ojos. Durante un rato no pude hacer más que
observarlo atónita.
—¿Qué haces aquí? —volvió a preguntar.
Me restregué las manos en un gesto de impotencia. Hasta
entonces no me había percatado del frío que hacía aquella
noche.
—Yo... sólo quería saber si... estabas bien... —tartamudeé.
Me había parecido inevitable ir hasta allí y, sin embargo, en
ese instante deseaba que me tragara la tierra. ¡Cómo se me
ocurría sacarlo de la cama a esas horas de la madrugada! ¡A
juzgar por su lamentable aspecto, probablemente estuviese
enfermo, y yo lo había despertado!
Bajé la cabeza y di un paso atrás.
—Lo siento... —murmuré, y de nuevo resonaron en mi
mente las mismas palabras: «¡loca, loca, loca!».
Al volverme, estuve a punto de caer. La calle estaba desierta
y en la escalera reinaba un silencio sepulcral.
—¡No quiero verte de nuevo por aquí! —me gritó. Su voz
sonaba gélida, inexpresiva. ¿Podía haber una ofensa mayor?
Debería haber imaginado que le iba a molestar... «Ya no
quiere tocar conmigo... es eso...»
Pensé en la sonrisa que había estado ensayando frente al
espejo, y en que debía fingir ante él que me era indiferente,
pero ahora era imposible salvar la situación y volverme hacia
él por última vez. Sólo podía huir, aunque no a la velocidad a
que había ido hasta allí. Me costaba dar un paso tras otro.
Sentía que su mirada me quemaba en la espalda. Como no había
oído que se hubiera cerrado la puerta, estaba segura de
que seguía observándome desde la entrada, y de pronto tropecé.
Antes de que cayera él ya estaba a mi lado. Me agarró del
brazo y me ayudó a enderezarme. No lo había oído acercarse,
había corrido hacia mí en absoluto silencio. Me estremecí del
susto.
—¡Sophie, espera! —La voz ya no sonaba fría, sino más
bien triste y apesadumbrada. Me soltó y, a pesar de su reclamo,
seguí caminando, incluso aceleré el paso. De nuevo corrió
tras de mí, me tocó los hombros, primero vacilante, cauto,
luego me agarró con fuerza y me obligó a detenerme—.
¡Sophie! Hay tantas cosas que no puedo contarte... —Hizo
una pausa y prosiguió—: Pero... no quería herirte. Lamento
haberte dejado plantada, y lamento aún más haberte ofendido
así. ¡Pero eso no significa que no quiera tocar contigo! Para
mí es muy importante que sigamos colaborando...
Nathan, a quien hasta entonces siempre había visto tan sereno
y dueño de sí mismo, de pronto se mostraba desazonado.
Eso me dio coraje para volver a mirarlo a la cara.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué quieres tocar conmigo?
No sé nada de ti, sólo que eres un chelista con talento y
mucho éxito. Yo, en cambio, soy una simple estudiante. Entonces,
¿por qué?
Yo temblaba bajo sus manos, pero por dentro estaba tranquila.
—Madre mía, qué preguntas haces, Sophie. —Esbozó una
sonrisa—. Hacía mucho tiempo que no conocía a una mujer
tan extraordinaria como tú.
Estaba segura de que se burlaba de mí. Sin duda era una
pianista entusiasta, tal vez con un talento extraordinario, pero
ni mucho menos una mujer extraordinaria. No me sentía especialmente
guapa ni segura. Por experiencia sabía que la gente
se fijaba en las mujeres como Hanne o Nele, pero no como
yo. Sin embargo, no había rastro de burla en su mirada, sino
un afecto profundo y sincero.
Nathan... —murmuré.
Al cabo de un instante ya daba igual lo absurdas que sonaran sus palabras. Podría haberme dicho cualquier cosa que le habría creído.
Me estrechó entre sus brazos con más fuerza, y dejé de temblar. El azul de sus ojos volvía a ser penetrante y claro. Me parecía percibir su brillo en mi frente, en la nariz y las mejillas.


Acercó la cara a la mía, y se detuvo en el último momento.  Sentí su aliento, y salvé la última distancia que nos separaba, impulsada por la misma extraña fuerza que me había hecho cruzar Salzburgo de noche y llamar a su puerta. Nuestros labios se encontraron, cálidos y suaves. Él deslizó las manos por mi cuello y lo acarició. Sentí en la espalda un cosquilleo que se transformó en escalofrío. La presión de sus labios, titubeante Al principio, se volvió más urgente. Abrí la boca, lo saboreé y seguí sintiendo escalofríos, que ahora resultaban agradables.
Nuestras lenguas se encontraron un instante, saladas, cosquilleantes, fogosas. La sensación fue rara, casi demasiado intensa para resistirse a ella, de modo que me aparté. Sin embargo, no aguanté mucho tiempo sin sentirlo y saborearlo, sin disfrutar de esa cercanía e intimidad. La segunda vez acerqué la boca Con mayor ímpetu, con pasión e impaciencia. Cuando nuestras lenguas se encontraron, ya no fue extraño. Nuestros labios parecían fundirse, igual que nuestros cuerpos, en uno solo.
 Cuando finalmente nos separamos, ya no estábamos a oscuras. A lo lejos comenzaba a vislumbrarse una luz grisácea sobre el manto oscuro de la noche. Por una estrecha franja surgía un resplandor rojo que bañaba de una luz tenue las azoteas de la ciudad, las torres de las iglesias y el barrio alto de Salzburgo. El nuevo día aún dudaba, tiritando en el frío aire
matinal, si despojarse de su camisón. En el cielo seguían acumulándose nubes de un violeta oscuro, hasta que al fin fueron arrancadas de golpe, como una molesta cortina, y tras ellas
apareció el fúlgido círculo del sol naciente.




  
 
 


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